Esta historia es con permiso. Antes de sentarme a escribirla, le pregunté si podía contar su historia. El personaje es Abel Eduardo, mi hijo. Cuando tenía cuatro años o quizás tres, no recuerdo bien, lo metimos en clase de fútbol. A esa edad, como la mayoría de los niños, solo corrían de un lado a otro tras de un balón o haciendo una competencia de quién corría más rápido. Abel era de los que corría y corría sin parar, aunque le dijeran que llegara donde estaba el balón. Así duró un tiempo hasta que se frustró y dijo que no quería ir más a jugar, que no le gustaba y que él era malo. Nosotros siempre le hablábamos y le decíamos que eso no era cierto y que tenía que practicar. Al mismo tiempo, al ver que su hermana estaba en tenis, él dijo que también quería estar, para ayudarlo con la coordinación, lo metimos a clases. Ese primer día fue un fiasco, un pequeño gran desastre. Al primer golpe de la bola del profesor, Abel solo se agachó y empezó a hacer pilas con la arena. Cada vez que le tocaba ir a clase, era una lucha para cambiarlo y que empezara la clase, era más difícil.
Llegaron las vacaciones y ya iba a pasar de la guardería a su colegio. Uno de los requisitos antes de empezar el primer año escolar era hacerle examen de visita y examen de audición. Yo admito que anteriormente para la guardería no se los había hecho, que muchas veces es requisito. Abel fue con mi hermana ya que yo acababa de tener a Emi y ella también tenía que hacerse los exámenes. Cuando lo vio el primer doctor, le dijo a mi hermana que tenía que llamar a pedir una segunda opinión. Ella me llamó y me dijo que creía que Abel necesitaba lentes, pero que no sabía bien. Para no alargar la historia, pedimos dos opiniones más, y la reacción siempre fue la misma, buscar a otro colega para verificar lo que veían. Abel no solo tenía un nivel muy alto de astigmatismo e hipermetropía, sino que además tenía un ojo perezoso. En otras palabras, su ojo ya no estaba haciendo mucho esfuerzo y podía perder la vista por ese ojo. Después de muchos tratamientos, exámenes, parches, filtros de colores por horas y terapias, pudimos sacarle el ojo adelante. Pero esta no es la historia que quería contar.
A raíz de todo esto, Abel empezó a jugar béisbol ya que por fin con los lentes podía ver la bola. Siguió por un tiempo también en tenis, pero no había manera de que volviera a jugar fútbol, algo que frustraba a Abel papá, pero por otro lado era válido ya que cada persona tiene sus gustos y preferencias. Así pasaron dos o tres años y nosotros como papás, sabíamos que estaba llegando el momento donde muchos de los planes giraban alrededor del fútbol y él estaba empezando a mostrar interés, pero no quería ni intentarlo ya que sus amigos llevaban tiempo jugando y él se había hecho creer así mismo que era malo.
Unos amigos, padres de un amiguito suyo, nos contaron que ellos lo habían sacado de las clases porque no le gustaban y después quería volver, pero para volver lo estaban dando clases solo con un profesor para darle confianza y seguridad en sí mismo y así poder volver a las clases. Nos turnábamos para acompañarlo a las clases y a veces hasta en tacones me tocaba ponerme a jugar con él para que hiciera las clases. Abel finalmente encontró en el deporte una pasión que lo impulsaba. Sabía que tenía que mejorar y dar todo de sí, aunque muchas veces no jugara bien y el ánimo se le fuera para el piso. Muchas veces quería tirar la toalla, pero entre el ánimo que le dábamos nosotros, sus amigos y las personas que lo veían jugar, cada vez se metía más en el juego. Después de un año, mucha práctica, esfuerzo, sacrificio y cansancio en los entrenos, logró clasificar en el equipo del colegio que iba a participar en binationals (los juegos intercolegiales) y este año eran en Armenia. La semana pasada, viajó con mucha ilusión y alegría con sus amigos. Era una semana completa jugando el torneo.
Esta historia continuará…
-MEC